lunes, 8 de agosto de 2016

Relato de cómo seis individuos llegaron a la cima de Mount Timpanogos

Protagonistas (en órden alfabético): CoquiJoséLilaRubénTere y yo

Este verano del hemisferio norte ha estado siendo uno de mucha actividad al aire libre. Durante el verano de acá, con tanta montaña cerca, me cuesta no querer pasarme todo el día afuera; así y todo, ejerzo el autocontrol, organizo mi trabajo y mis responsabilidades, y después me dedico a que mi cuerpo reciba toda la vitamina D posible.

Coqui, el hermano de Vero, está visitando Utah. De 26 años, originario de Entre Ríos, Argentina, es profesor de educación física y Licenciado en Psicomotricidad. Como amante de las aventuras al aire libre, ha recorrido mucho de Argentina en bicicleta y hecho mucha otra cosa aventurera; durante este año, y los que siguen, va a estar recorriendo diferentes lugares de las tres Américas. Ahora que está acá, obviamente está tratando de aprovechar todo lo que puede de lo que Utah tiene para ofrecer.

Hace poco más de dos semanas, un grupo grande de gente desconocida tenía la meta común de subir a Mount Timpanogos. Cualquiera que quisiera, podía sumarse. Siendo una oportunidad genial para hacer uno de los "hikes" más famosos de esta región (15 millas o 24 kilómetros ida y vuelta), Faby y yo subimos a Coqui al auto y tratamos de dar con el punto de encuentro de este grupo para depositar allí a nuestro amigo argentino. Con la mejor de las intenciones, pero muy poca suerte, fracasamos en el intento (gran parte del fracaso tuvo su origen en un evento de Facebook muy pobremente diseñado).

Un par de días después del fracaso, durante una tarde de domingo en el parque, Tere dictaminó: "Coqui no puede irse de Utah sin subir a Timp. Vamos a tener que acompañarlo". Durante los días que siguieron, uno de los temas principales de conversación cada vez que nos veíamos las caras era la subida a Timp. Durante los últimos 5 días, fue casi lo único de lo que hablamos: cuándo hacerlo, en cuánto tiempo hacerlo, qué llevar, qué no llevar, cuánto llevar, incluso enumeramos alguno de los temas sobre los que íbamos a hablar durante el camino. Leímos bastante al respecto y comentamos las historias personales o ajenas sobre la subida; una de mis preferidas es la historia de una de nuestras protagonistas, a quien se le cayeron las uñas de los pies por causa de la larga y ardua caminata (los curiosos pueden contactarme por privado para obtener más información al respecto).

Finalmente, pusimos fecha para subir el 4 de agosto. Esta es la historia de cómo sucedió.

El grupo casi completo (a José lo encontramos en la base del Timpooneke
Trail) momentos antes de salir hacia la montaña.





El jueves 4 de agosto a las 9:30 de la noche, cargados con mochilas pesadas (aunque nadie pesó la suya, yo diría que llevábamos un promedio de 9 kilos [20 libras] por persona) e iluminados con "headlamps" (linternas de cabeza), dimos los primeros pasos en el sendero angosto hacia la cima. Muchísima gente sale a la noche, aunque mucho más tarde, para llegar a la cúspide al amanecer. Nuestro plan era ir sin horarios e ir viendo sobre la marcha. Caminamos casi cuatro horas en busca de "la pradera", donde íbamos a parar para dormir algunas horas. El camino hasta la pradera lo hicimos prácticamente sin descanso y maldiciendo cada tanto las mochilas (algunos más que otros).






Tere (con esta misma cara
buscaba la navaja)
Después de unas horas caminando, Rubén, que iba liderando la excursión en ese momento, paró y dijo: "Ahí hay algo que se mueve. ¿Le ven los ojos?". Todos nos detuvimos, y empezamos a retroceder lentamente. Yo, con la valentía que me caracteriza en estos casos, me escudé tras Coqui, que además tenía una navaja en la mano. Apagamos las linternas e hicimos un voto de silencio por unos breves minutos. Lamentablemente, no todos lo respetamos por igual. Tal como la persona que en el clímax de la película de suspenso se pone a abrir un caramelo que parece haber venido con una combinación de 18 números que el interesado desconoce, Tere, en medio del silencio, se puso a buscar la navaja que Rubén había escondido súper bien en su mochila. Así, bien preparado para un caso urgente.



Por bendición, el tigre esperó a que Tere diera con el cuchillín para que la lucha no fuera (tan) desigual. "Está viniendo hacia nosotros", dijo Coqui. Miedo. Grito mental. No es un tigre, es un oso. Impotencia. Correr no nos va a servir de nada. Con la vista fija en el grupo, la pantera empezó a moverse hacia la izquierda. ¿Quién @!*?¿@!* nos manda venir acá?! El animal se sigue moviendo. Nos mira. Esfuerzo por controlar esfínteres. Es un alce. Capaz que sobrevivimos. Rubén empezó a animarse a prender intermitentemente la linterna. Quizá así el antílope se confunda y salga corriendo, ya que somos seis contra uno. La hiperventilación comenzó a disminuir. Capaz que es un perro. Prendemos las linternas. El recién revelado e indefenso ciervo nos mira con cara de: "¡Uh, loco! ¡Me dejan pastar tranquilo un rato!?". Cero fatalities. Continuamos la caminata.

Antes y después de esta experiencia, hubo muchos momentos de silencio como método natural para ahorrar la energía y el oxígeno que nos permitían avanzar. Esto, por supuesto, hasta que Coqui ingirió una banana poderosa que le provocó la verborragia que nos salvó del aburrimiento y el cansancio, y que nos entretuvo el tiempo suficiente para olvidar la pradera que no aparecía más. Cerca de la una de la madrugada, llegamos a nuestra tierra prometida: el hotel "mil estrellas" (© 2016 Coqui Wallingre) donde tiramos nuestras bolsas de dormir. Cada tanto, pasaba algún caminante o grupo de caminantes, algunos acompañados por perros, y uno que otro callando al resto de su grupo con un "Shhh" cuando descubría que había un grupo descansando.

Primeras luces a eso de las seis de la mañana.


Con los primeros vestigios de luz en el cielo, nos despertamos (la mayoría).

 
Coqui practicando golf con el selfie palito
 y Lila la remolona.
Lila, inmutable.

Cada parte de la caminata tuvo su encanto, pero qué grandioso descubrir las montañas a nuestro alrededor, los árboles, las flores y los colores, una cabra montés pastando a lo lejos, la inmensidad y majestuosidad del lugar donde unas horas antes veíamos poco más que millares de estrellas.



José metidando en la noche de frío intenso que acababa de pasar.

Rubén tirando facha.
Lila seguía sin dar la cara.




Pinos parecidos a los que nos sirvieron de baño natural.

En medio de la naturaleza y gracias a un milagroso y barato invento de hombre, preparamos unos amarguitos para empezar la jornada. 


El amarillito nunca falla.
Aquelarre.

Tranquilos y sin nadie que nos apurara, retomamos la subida a las 8:30 de la mañana, esta vez con luz y un claro panorama de lo que teníamos por delante y a los costados. 










Unas horas después, con breves paradas en el medio para disfrutar como se debe de la vista, llegamos a "The Saddle", el último descanso natural antes del tramo más desafiante, física y mentalmente, que lleva a la cima. Ahí tomamos un buen descanso, comimos algo, nos hidratamos, tomamos unos segundos mates, algunos hicieron FaceTime con su familia en México (no me pregunten cómo es que hay señal allá arriba, pero la hay) y hasta disfrutamos de la hermosa escena de unas cabras de montaña cuyo paso fue torpemente interrumpido por bípedos humanos desesperados por sacarles fotos. 






El último tramo de subida es más peligrosito, con precipicios por doquier y con poca roca de la que sujetarse a medida que vas subiendo/trepando. La llegada a la cima es increíble. No hay mucho lugar para moverse, pero hay lugar de sobra para el asombro, para el agradecimiento por una creación tan maravillosa, para la profunda gratitud por un cuerpo que te pueda llevar hasta arriba, más allá de cuánto demores en llegar. Algún que otro integrante del grupo hasta se echó una siestita.

Coqui siesteando.



Tutti insieme.







La bajada fue, en mi opinión, magnificente. A pesar del cansancio y de las varias horas que nos quedaban de descenso, el descubrir nuevas vistas por la perspectiva diferente, te llenaba el corazón de felicidad. El saber que acabábamos de "conquistar" Timpanogos, nos hacía sentir que podemos hacer cualquier cosa. No es que de repente me crea que subimos el Everest, ni que luchamos con cocodrilos, ni que domamos un unicornio salvaje. No es eso. Es el logro de haber hecho algo difícil, pero que valía la pena; el haber vencido el cansancio, el habernos repuesto al agotamiento de llevar, cada uno, un muerto en la espalda. Es el testimonio renovado de que con la compañía de amigos, de gente querida, de buena charla, de buen sentido del humor, de una oración en el corazón, de la confianza en un Ser más grande que cada uno por separado y también que todos juntos, todo en esta vida se puede. Todo.

La bajada fue larga, con un descanso de 10 minutos y alguna que otra interrupción de gente sorprendida por el acento argentino del integrante entrerriano del grupo. La bajada estuvo colmada de tobillos que se torcían una y otra vez, choques contra las rocas que parecía que nos iban a imputar los diez dedos de los pies, alguna nariz sangrante, rodillas que pedían a gritos que llegáramos a la base o iban a explotar, cachetes rojos por el sol y el entusiasmo de la meta cumplida, y una urgencia descomunal por llegar al auto que nos llevaría (casi) directo a la cama. Pero llegamos.

Base.

De José nos despedimos en la base; a Coqui lo tiramos por Wymount, previa pasada por un "drive-thru" que le proporcionara las múltiples hamburguesas que su cuerpo requería; a Lila la dejamos en casa para que continuara la siesta que empezó a los dos minutos de subida al auto; Tere, Rubén y yo nos premiamos con Café Río y horchata, y después hicimos taza-taza. Yo fui la última en depositarme en mi morada una vez repartidos los cuatro paquetes que llevaba en el auto. Me bañé y antes de que nos quedáramos sin luz afuera, ya estaba charlando con Morfeo.

Para los que conocen Timpanogos, googléenlo, porque yo no estoy como para ponerme a ver cuál es el mejor sitio web. :)