Por lo general, amo los lunes. No quiero hacer demasiado alarde de este amor, porque sé que el 95% de la población terrestre los odia con pasión. En el pasado estuve en sus zapatos, así que los entiendo. Yo también odié los lunes, y el odio que llegué a sentir era tan intenso que impregnaba varias de las últimas horas del domingo. Creo que también tuve épocas en que los lunes me fueron indiferentes y pasaban sin penas ni glorias, y se iban de la misma forma en que habían llegado: inadvertidos. Sea como sea que haya sido en tiempos pretéritos, actualmente me encantan los lunes.
Como no padezco el terrible mal que vilmente acecha a la mayoría de los seres humanos laboral o estudiantilmente activos, los lunes y yo solemos llevarnos muy bien. Reconozco que el no tener que salir de mi casa antes de las 9 de la mañana ayuda sobremanera.
Suelo entender los lunes de dos formas. A veces los interpreto como una maravillosa nueva oportunidad de repetir una semana tan genial como la anterior (ponele). Otras, los veo como una misericordiosa segunda oportunidad para hacer las cosas diferente, probar nuevas estrategias y salvar mi buen nombre de la que en ocasiones es mi peor enemiga: moi.
La semana pasada fue fatídica. Creo haberme dado cuenta de que lo funesto de la semana se debe a que empezó mal antes de siquiera empezar. Algo así como recuerdos del futuro: el sábado de noche supe con desgraciada certeza que el lunes sería difícil de remontar.
Allá estaba yo, el sábado 13 de abril, amaneciendo a las 7:50 de la mañana, sin despertador (soy re top). El sol entraba por la ventana, afuera era un día hermoso y tenía (casi) todo el día por delante. El día anterior (viernes), el carácter fiestero que me ha invadido en estas más recientes épocas de mi vida se apoderó de mí y me quedé trabajando hasta muy tarde. Por eso, me sentí en todo mi derecho de pasarme la mañana entera acostada, leyendo plácidamente... y leer plácidamente acostada fue lo que hice (y terminé este libro.) Me dediqué a no pensar en nada más que en lo que estaba leyendo. Tenía la sensación de que tenía que fijarme si tenía algo de trabajo para entregar el lunes, pero me pareció que no era necesario, porque tenía todo el día por delante. Después de almorzar, la hora se me vino encima y tuve que apurarme a prepararme porque a las 15:00 unos amigos entraban al templo por primera vez y se sellaban. 14:27 salí para el templo, 14:30 llegué; 20:15 salí de "el castillo de Moroni", como se le ha escuchado decir a Feli (mi sobrino mayor, de tres años). La obra vicaria me mantuvo entretenida parece. Llegué a casa muerta de hambre y con ganas de tirarme en el sillón a ver tele, y Michelle me ayudó a satisfacer mis necesidades.
Debería haber revisado mi correo y haberme fijado qué era eso que me daba la sensación que tenía que entregar el lunes... pero estaba cansada y no supe ver más allá de la comida y la tele. Típico. Cuando estaba por dar la medianoche y estaba en la misma posición que a las 7:50 de la mañana, me pareció prudente abrir mi correo del trabajo y verificar qué tenía que hacer el lunes.
Tan luminoso que había empezado el día... en dos segundos se puso todo negro. Tenía una traducción de 3100 palabras para entregar a las 11:00 de la mañana. Y los domingos no trabajo, mucho menos si la razón por la que tendría que trabajar es mi sola estupidez humana. Hice un cálculo rápido y concluí que, como tarde, el lunes tenía que levantarme a las 5:00 de la mañana. Great!
Y así fue cómo empezó mi semana fatídica. Lunes y martes trabajé lo que una persona normal trabaja en cuatro días; el miércoles amanecí tempranito para cumplir con una entrega y a las 11:30 ya no podía más con mi cuerpo y la mayoría absoluta de mi neuronas se había declarado en huelga. El agotamiento cerebral que tenía no tiene nombre. De jueves a sábado, el exceso de productividad de los días anteriores tuvo como resultado una improductividad casi absoluta, con altas cuotas de culpabilidad por dicha irresponsabilidad y cansancio (además de otras cuestiones que surgen cuando uno está con las defensas anímicas bajas), y profundos sentimientos de falta de propósito en la vida. A veces es complicado trabajar todos los días de tu vida en tu casa.
El domingo de ayer fue uno de los más renovadores y sanadores que he experimentado en los últimos tiempos. Empezamos con una clase preciosa que dio una madre dulce, joven y dedicada. La clase se centró en este pasaje de Salmos, que primero me hizo sentir vergüenza de ser "escudriñada" por un Dios que me ama y conoce mi potencial; pero al final de la clase terminé de entender y de abrir mi corazón para recordar que Él me puede "guiar por el camino eterno". A la hora de la Escuela Dominical me toca dar una clase a mí para dos hermosas y valiosas mujeres que se están preparando para entrar al templo. Pocas veces he sentido con tanta claridad la confirmación de las verdades eternas como dando estas clases. Me hace feliz. Y por último, como broche de oro, la reunión sacramental fue lo que necesitaba para dejar atrás lo malo de la semana anterior y volver a empezar, a lo Alejandro Lerner.
Y así es como días lunes como éste amanezco con ganas de "cantar la canción del amor que redime", y vuelvo a amar mis rutinas, vuelvo a sentir la fuerza para hacer lo mejor que pueda durante estos siete días, vuelvo a ser feliz con las pequeñas y las grandes cosas. Y entonces me dan ganas de gritar: ¡Por muchos lunes más!... pero elijo callarme y no gritar nada, porque ya siento a todos los "Monday-haters" apuntándome con sus hondas.