miércoles, 22 de marzo de 2017

Las cocinas de mi vida

Hoy pasé por el HFAC para ver unas pinturas de las que Vero que me habló anoche. Ashley Glazier, la artista, hizo y decoró tortas que luego pintó con admirable talento. En una nota que incluyó en la exposición dice que muchos de sus recuerdos más preciados tuvieron lugar en una cocina, junto a su madre.



Eso, sumado a los preciosos cuadros, me remontaron a mi cocina de la niñez y la adolescencia, donde mamá hacía y decoraba tortas deliciosas y atractivas para los gustos de cada cumpleañero.

Podría escribir un libro con todos mis recuerdos en cocinas, pero es tarde, tengo sueño y no quiero aburrir a la gente. Por el momento, solo voy a decir esto:

La cocina es mi "happy place". Lo fue y lo será.

En la cocina de Cipriano Miró, Yaya Alba me hacía arroz azul o verde como si nada; además, me convencía de que los buñuelitos le quedaban tan perfectamente redonditos porque los hacía con ojos de pescado.

Yaya Gina se pasó la vida en la cocina de Oxilia haciendo canelones, pasta casera y milanesas para hijos y nietos, y pastafrolas por si caía alguien de visita sin avisar.

En la cocina de Buceo, Mamá me dejó experimentar, me confió, en ocasiones, la alimentación de la familia y me enseñó todo lo que Narda Lepes no pudo.

En la cocina de Arcos, Feli y yo hicimos pan casero para tres meses mientras Vero daba a luz a Emilia.

En las cocinas de mi vida se ha cocinado mucho más que simplemente comida. Sola o acompañada, la cocina es donde existo más plena y felizmente.



*** Para los interesados, cumplo años el 18 de agosto y las obras de Ashley Glazier están a la venta. Todas. Las grandes, las chiquitas y las medianas.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Lo que ves cuando decidís abrir los ojos

Los que me conocen (mucho) saben que entiendo mi vida como una obra literaria magistral, escrita por alguien atento hasta al más mínimo detalle.

Vivo encontrando en mi vida cotidiana ejemplos de tropos. Me la paso hablando con hipérboles: no puedo decir más de diez palabras sin introducir en el discurso trescientas cuarenta y cinco exageraciones relacionadas con el tema. Algún que otro amigo se burla de mí porque, cada vez que doy mi opinión sobre algo, me siento casi en la obligación de acompañar lo que sea que estoy tratando de probar con una alegoría, como cuando estoy tratando de concentrarme en trabajar y alguien no deja de hacerme trescientas veinte preguntas por minuto y yo le digo: "Siendo que estamos en diciembre, ¿te parece si hablamos de los planes de mayo en abril? No quiero sonar mala onda, pero para mí es tan imposible trabajar con este tipo de interrupciones, como para vos, peluquera/estilista, tratar de terminar un corte de pelo mientras yo no dejo de sacarte la tijera de las manos". Prosiguiendo con ejemplos de tropos, y sin ánimos de provocar lástima en el lector, demasiadas veces mi vida es un desfile de ironías, como cuando ocurre que nunca me sale un grano, nunca... nunca, excepto cuando tengo una fiesta para la cual emperipollarme. Ni hablar de la elipsis, que se me aparece por todas partes, como cuando mando un correo electrónico cuya respuesta es indispensable para proseguir con mi vida y lo único que encuentro al mirar la pantalla de la computadora es omisión, un "cri, cri..." más grande que una casa, la hipérbole de la omisión, en caso de que la nada misma pueda crecer en tamaño a medida que pasan las horas... También me acechan las catáforas, como cuando mi abuela me cuenta el final de la película antes de que empiece a verla; o cuando, subiendo una montaña, tengo a alguien al lado que cada tres minutos me dice: "¡Y esto no es nada! ¡Todavía falta la peor parte!". Los ejemplos de hipérbaton son mis preferidos; me mata cuando la vida me cambia el orden lógico de los acontecimientos. Como cuando me agarran ganas de hacer pis media hora antes de que me suene el despertador; o sea, ¡loco! El orden lógico es: voy al baño, me acuesto, duermo, suena el despertador, voy al baño. No me estropees el descanso con un "voy al baño, me acuesto, duermo, sueño que tomo un montón de agua, me despierto porque no aguanto más, miro el reloj y falta media hora para que suene el despertador, pero como no voy a dejar que la vejiga me gane, decido torturarme para restaurar el orden lógico, pero lo único que logro es sufrir media hora en la cama, hasta que finalmente suena el despertador y me doy cuenta de que mejor hubiera sido correr al baño cuando todavía me quedaba un ratito más de sueño".
En fin, podría seguir todo el día agregando elementos a la lista de figuras retóricas que encuentro en el diario vivir, pero no es ese el fin para el que he venido. 

La razón principal por la que entiendo mi vida como una maravillosa obra literaria (y vale aclarar que las mejores obras literarias no son cuentitos tontos donde todo es color de rosa, sino TODO lo contrario) es porque la estructura general de mi vida me maravilla. 




Hace algunos años estaba de visita en Montevideo; una visita un poco larga por cuestiones familiares, pero una que me dejó muchísimo. Un día salí a caminar y bajé hasta el Puertito del Buceo, uno de mis lugares preferidos de la ciudad. Todavía me veo caminando por la rambla y sentándome en el pastito que está antes de bajar a la playa. No recuerdo todo lo que pensé ese día, pero sí recuerdo sentir que se me iluminaba la mente al darme cuenta de que mi vida tenía una estructura que se venía repitiendo desde chiquita: mi vida es circular. Ahora que lo pienso, más que circular, tiene la estructura de un espiral, donde los movimientos son circulares, pero con cada vuelta el círculo se va agrandando cada vez más, y no solo la circunferencia crece, sino todo lo que contiene la circunferencia. Este descubrimiento vino como consecuencia de hacer un repaso de los movimientos generales de mi vida: considero que paso por ciclos que se cierran y vuelven a comenzar al llegar a un punto, que sirve de llegada y al mismo tiempo de partida, que se ha venido repitiendo una y otra vez. Y hasta tal punto esta estructura se repite que me pasan cosas como cruzarme, en los círculos más recientes, con personas que parecen ser la versión de personas de círculos pasados: a veces hasta comparten el mismo nombre, los mismos hábitos, o tienen la misma mirada, o pronuncian las mismas palabras que pronunciaron en el pasado. La cuestión es que no puedo dejar de ver estas cosas en mi vida, y, el estar atenta a estos detalles, me hace sentir que nada es casualidad, que todo lo que llega a mí llega con un propósito en particular. 










Hace unos días estaba en la biblioteca  buscando libros. Primero me senté en una mesa y busqué en el catálogo en línea; anoté todo lo que quería sacar y me fui a perderme entre los estantes PQ de la HBLL (la biblioteca de BYU). Siempre me pasa que, buscando las cosas que llevo anotadas, termino encontrando otras que no estaba buscando, pero que me llaman la atención y decido traérmelas a casa. Anoche, planificando lecciones para el semestre que empieza en enero, estaba tratando de decidir qué incluir de Roberto Arlt. Leí un ratito, pensé otro ratito, y como no me decidía, me distraje con algunos de los libros que me traje a casa sin haberlos buscado. Agarré Astrología y fascismo en la obra de Arlt. Recién después de hojearlo y estudiar el índice, se me dio por ver quién era el autor: José Amícola.










¡Pará! Este nombre me suena. José Amícola. ¡Naaa! ¿José Amícola as in "uno de mis primeros profesores cuando empecé a estudiar en la gloriosa UNLP, a mis tiernos dieciocho años"? ¿José Amícola, profesor de la cátedra de Introducción a la literatura, junto con José Luis de Diego? ¿José Amícola el que se vestía con suéteres de cuello tortuga y llegaba al aula doble del primer piso de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, agarraba el micrófono y hablaba durante dos horas reloj de Boquitas pintadas? ¿José Amícola, el que había conocido en persona a Manuel Puig y que además se juntaba con él para comer, tomar café y charlar? Sí, ese José Amícola. El mismo José Amícola de quien tomé notas. El mismo José Amícola cuya clase teórica tenía tantos alumnos, que tenía que asegurarme de llegar al menos veinte minutos antes para encontrar asiento y no tener que sentarme en el piso, al frente de la clase.



El que diga que mi vida no es circular y que estoy diciendo puras estupideces, se puede retirar. Gracias. A los que opten por respetar mis ideas, les digo que me emociona hasta las lágrimas encontrar estas estructuras que se repiten, sentir que TODO tiene sentido, sentir que no hay ni un solo detalle librado al azar. (Y ojo que el descubrir que mi vida está perfectamente diseñada, no me resta albedrío; yo tomé CADA una de las decisiones que me trajeron hasta acá; con más o menos ayuda de arriba y de los costados, yo elegí mi camino.) Sentada en la cocina de mi casa, con la mesa llena de libros, de papeles y papelitos, acompañada por buena música y con el placer de dedicarme a lo que me gusta, me maravilla descubrir que, mientras preparo mis planes de lección para las primeras clases de Introducción a la literatura hispana que voy a tener a mi cargo, me traje a casa, casi sin darme cuenta, la disertación doctoral hecha libro de mi primer profesor de Introducción a la literatura de la UNLP, clase que tomé durante no solo mi primer año como estudiante universitaria, sino mi primer cuatrimestre. Desde hace años, cada tanto me encuentro diciendo para mi adentros: "Y así, life came full circle again". 

Anoche, chicos, life came full circle, once again.


martes, 13 de septiembre de 2016

Dios, destino, universo... como quieras llamarle

La estadía de Coqui en Provo dio para bastante y nos dejó con ganas de mucho más. Agosto fue un mes intenso, y digno de recordarse y guardarse en los registros. Desde que era chiquita, agosto fue un mes mágico para mí; siempre me pareció especial porque era el mes de mi cumpleaños. Aunque hayan pasado muchísimos años ya desde mi pequeñez, agosto sigue teniendo un no sé qué que me hace feliz. Durante agosto me parece que todo es posible. Este superó mis expectativas y me dejó regalitos que voy a guardar para siempre entre mis recuerdos más preciados.

Casi cualquier excusa es válida para viajar y organizar aventuras, así que faltando poco para que Coqui se nos volviera a Sudamérica y teniendo un primo de Tere y Rubén para traer a Utah desde peccatum civitas (mejor conocida como Las Vegas), nos dispusimos a planear.

Fue así que el 19 de agosto partimos con rumbo al sur de Utah. El estrés de días anteriores y las trasnochadas con los que cargábamos los cuatro por diferentes razones, no nos permitieron arrancar tan temprano como queríamos originalmente, pero allá salimos: media mañana, sol radiante, mates, buena música y mejor charla. Durante el camino fuimos haciendo planes para el día que corría y para el siguiente.




Llegamos a St. George como a las tres de la tarde y paramos a almorzar. Nos sentamos, jugamos al ta-te-ti y al ahorcado mientras esperábamos la comida, y empezamos a tratar de decidir qué íbamos a hacer después. La promesa de "bottom-less fries" (canilla libre de papas fritas) parecía una idea genial cuando llegamos y terminó siendo un grave error cuando partimos. Al cansancio que traíamos se le sumó un aletargamiento irremontable que cambió todos los planes de aprovechar viernes y sábado al máximo para meter al menos dos "hikes" grandes en Zion's. Otro día aprovechamos el día: hoy relajémonos y hagamos la digestión tranquilos, fue la decisión unánime.

Manejamos como media hora más hasta llegar al lago de Sand Hollow, donde nos quedamos hasta la mañana siguiente. Si lo hubiéramos planeado con más tiempo, no nos podría haber salido mejor. Con el resto de la tarde y la noche a nuestra entera y "cero-estrés" disposición, hicimos una parada en unos baños, nos pusimos atuendo apropiado para el agua, y nos buscamos un lugarcito junto al lago para disfrutar. Arena colorada y suavecita, agua cristalina de temperatura ideal, brisa tranquila y espacio suficiente para "hacer la nuestra" sin molestar a nadie ni nadie que nos molestara, nubes oscuras que prometían lluvia pero que no se animaron a aguarnos la fiesta... No podríamos haber pedido situación más ideal. Así, sin necesidad de preámbulos, al agua pato.










Algunos ratos después, rayos y truenos mediante, amenazados con morir electrocutados en el agua, salimos a poner la caldera/pava/tetera al fuegüito que los chicos tan inteligentemente habían ubicado bajo una mesita que conseguimos. Las lluvia no se animó a mojarnos y únicamente nos rodeó de lejos; las nubes que quedaron, se acomodaron estratégicamente para regalarnos un atardecer de película. Unos se perdieron para ir a retratar el momento, otros hicieron FaceTime con los seres queridos en tierras lejanas y algunos leyeron hasta que las pupilas terminaron vencidas por la oscuridad. La noche se unió a la velada.












Un lindo fueguito a un costado. Más agua calentándose para nuestra cena de lujo (sopitas Maruchan). Más y más charla... vaya uno a saber sobre qué. Me he dado cuenta de que cuando cuatro almas congenian, la falta de esfuerzo para charlar hace que uno se olvide de qué temas se tocaron. De lo que sí no me olvido es de la lección de ciencia de la noche: ¿sabían que, si ponen una botella de plástico con agua en el fuego, la botella no se derrite? Whaaaaaat? Sí, chicos. No se derrite. Gracias, Coqui.





Después de colocar un par de nuestras linternas para la cabeza en una posición estratégica para ahuyentar bichos, los bichos nos dejaron en paz. Y entonces empezaron a molestar nuestros vecinos. Grupo como de quince personas: adultos y niños; un trailer grande y algunas camionetas, cuatriciclos y motos de agua. Cayó la noche y se les despertó el animal musical. Literalmente, el animal. La música era de este tipo, a volumen de boliche/discoteca/antro: SOAD (escuchar a partir de 0:30 para una mejor representación de la situación). O sea, ellos escuchando esto y nosotros tratando de ser uno (bah, cuatro) con la naturaleza. Cuando la música no paraba, pero el horario de silencio y respeto a su vecino ya había empezado, Tere y Rubén demostraron ser los que llevaban los pantalones y les fueron a pedir a los amigos que bajaran un poquito la música. Mientras, Coqui y yo los esperamos escondidos abajo de la mesa, con todas las luces apagadas y aguantando la respiración.

Ya más tranquilos, tiramos los aislantes por ahí y nos hicimos una linda alfombrita para jugar a las cartas. El Chancho y Manotazo fueron las vedettes de la noche. Decir que nos matamos de la risa es poco. (El día que yo sea presidenta de alguno de mis países, voy a declarar el Chancho como el juego de cartas nacional; el día que trabaje para la UNESCO, voy a declarar las cartas para el Chancho como patrimonio cultural universal; y, ya que estamos, el día que sea Ministra de Educación de algún país, voy a dictaminar que, en vez de clases de Educación Física, haya clases de Chancho y Manotazo, y seguro que un día llegamos a las Olimpíadas, porque si el ping-pong puede participar, ¿por qué no el Chancho?). Pocos juegos me producen tanta felicidad. Nos tomamos tan en serio estos juegos que Tere terminó con una lesión de dedo medio tras la colisión de manos. Pasada la medianoche, dimos por terminada la jornada y dormimos bajo las estrellas, y esta vez sin frío, así que: maravilloso.

Con los primeros vestigios de luz, Tere le cantó las mañanitas a Rubén, que cumplía años, yo le mandé un feliz cumpleaños mientras me cambiaba de posición y Coqui salió a disparar algunas fotos para después volver al sobre. Amanecimos de nuevo como a las ocho y media de la mañana.
El desparramo pernoctador.

Coqui hizo rancho aparte.


Rubén meditando en su cumpleaños.

Super tranquis desayunamos, levantamos nuestras cositas y partimos, ahora sí, hacia Zion National Park. Nuestro plan para el día: Angels Landing.

Llegamos a Zion y empezamos a andar el camino que nos llevaría hasta el principio del "hike". Desde la entrada, teníamos que ir derechito hacia el norte. Como no podía ser de otra manera, con el sentido de la orientación que nos caracteriza, no quiero decir a todos, pero sí a muchos latinoamericanos, nos desviamos una hora hacia el oeste, hasta que llegamos a una de las salidas del parque nacional, donde se conecta con la ruta a otro. A pesar de la demora, el desvío no fue en vano. Disfrutamos de esas rocas gigantescas y maravillosas que parecen cortadas por gigantes y te hacen dar exclamaciones de asombro cada pocos segundos. A pedido de Coqui, durante el camino entre montañas, fuimos escuchando "Sh-boom", de la banda sonora de Cars, porque el paisaje se parece al de la película (¿el arte imita a la realidad o la realidad imita al arte?). En nuestro "detour", pasamos también por un túnel de una milla de largo, cavado en el corazón de las montaña. Con la madurez que se apodera de cualquier persona en dicha situación, sacamos la cabeza por la ventana en varias ocasiones para poner a prueba el eco del túnel con diversos tipos de inteligentísimos sonidos.

Después de pegar la vuelta, como también se nos ha hecho costumbre, nos paró la policía. Esta vez fue culpa de una cáscara de banana que no soportó el encierro del auto y fue a parar al costado del camino, justo cuando los guardabosques venían detrás de nosotros, inocentes visitantes que se habían metido por donde no podían transitar. Milagrosamente, nos salimos de la multa de $250 dólares por tirar basura (aunque sea orgánica) en un parque nacional con la condición de que la mano tiradora de la cáscara fuera también la mano recogedora. Dimos con la ropita amarilla de la banana y retomamos viaje.

El infractor volvió a entrar al auto, y salimos a buscar lugar para estacionar; encontramos uno al costado del camino y caminamos hacia el ómnibus/colectivo/micro/camión/(auto)bús que nos llevaría hasta el comienzo del "hike". A la una y media de la tarde, hora ideal (?) para subir una montaña sin sombra al sur de Utah, donde no hay menos de 35ºC a esa hora, y con suficiente agua tibia como para morir deshidratados, emprendimos la subida.

Sin palabras.






Llegamos al último descanso y, habiendo sido alertados por este alentador cartelito:

"¡Advertencia! Las caídas de estos
precipicios han terminado en muerte".

hicimos de tripas corazón, y nos largamos a subir. Trepando con la ayuda de cadenas, nos sentíamos seres salidos de la mitología griega, porque hubiéramos jurado que de repente éramos mitad hombre/mujer, mitad cabra. Las vistas y la experiencia: impagables. Llegar a la cima es algo increíble. No solo por el logro, sino porque tan arriba no podés evitar sentirte chiquito, rodeado de tanta majestuosidad y tanta belleza.

Foto desde el último descanso antes de la parte más emocionante del "hike". La cima de esa rocota/montañita
 que se ve es Angels Landing. La subida va marcada por cadenas para que la gente no se caiga.

Cadenitas

Coqui subiendo ayudado por las cadenas

Cerquita de la cima.


Un descansito nunca viene mal.
Y llegamos los cuatro; ninguno se cayó.



 





Una ardillita que come en lugares y alturas extremos.


Tere, nuestra geógrafa, poniendo a prueba la gravedad y olvidándose
por un momento que no es inmortal y que si se cae, chau.


Disfrutamos de haber llegado y de la vista como una media hora y luego comenzamos a desandar todo lo andado. A veces resulta desafiante para las rodillas bajar, pero la felicidad que sentís por haberlo logrado, supera ampliamente cualquier otra cosa.










Llegamos abajo entre las seis y seis y media de la tarde. Bastante mugrientitos, pero felices. Yo además de feliz, terminé picada por una avispa maldita que  se le dio por atacarme la pierna izquierda tres minutos antes de llegar al final. Pero no me restó felicidad.






Tere, llegada.


El sabor de la victoria.
Realizados por la última hazaña, partimos de Zion, con Adele, Maná y Los Auténticos Decadentes como bandas sonora de nuestra victoria sobre la montaña. Cantamos (algunos corriendo riesgo de que le estallaran las cuerdas vocales) y disfrutamos mientras Rubén nos llevaba hacia el atardecer. Si algo recuerdo de esas últimas horas de sol en el auto es pensar: "Podría quedarme a vivir para siempre en este momento". Esta vida a veces nos sopapea, se nos ríe en la cara, nos hace llorar amargamente o  nos frustra sobremanera, pero hay momentos en los que "perfección" es el único sinónimo que tiene.






Cuando ya no quedaba ni un solo rastro de sol, llegamos a Las Vegas, compramos Café Río y nos fuimos al hotel a comer, acicalarnos y juntar fuerzas para volver a salir e introducirnos en un mundo menos santo del que veníamos. Diez y  media de la noche nuestros cuerpitos solo querían dormir, pero allá fuimos. Vimos aguas danzantes, luces, multitudes e imitaciones de la realidad por todas partes. Caminamos por el mundo esforzándonos por no ser del mundo.
Cuando Coqui se hizo millonario ($5.31 dólares)






Al otro día, domingo, mientras Coqui caminaba por el asfalto ardiente por unas horas, los otros tres fuimos a una casa de oración, comimos chilaquiles caseros y deliciosos, cargamos el auto con las cosas de Rober (la excusa de nuestro viaje) y temimos por el futuro de nuestra vida durante las seis horas de viaje que nos esperaban. Recogimos a Coqui y nos hicimos a la ruta.






A pesar del apretujamiento, fueron seis horas de gloriosas charlas en las que el mate no escaseó. Como ya es costumbre, nos turnamos para responder las 37 preguntas del New York Times, con la diferencia de que, por primera vez, ¡las terminamos! Bueno, casi; pero cubrimos todo lo que se podía cubrir cuando las preguntas se responden entre cinco, en vez de dos. También exploramos nuestro ser respondiendo a preguntas del tipo "Would you rather...?", como: ¿Preferirías quedarte ciego o quedarte sordo? ¿Preferirías no poder dejar de bailar o no poder dejar de cantar? ¿Preferirías ser pobre con muchos amigos o ser rico y no tener amigos? ¿Preferirías comer tu comida favorita por el resto de tus días o comer cada día una cosa diferente si poder repetir ninguna? Preguntas profundas y difíciles de responder.

Entre respuesta y respuesta, reflexiones profundas y risas, nos bajamos de la I-15 cerca de las once de la noche, satisfechos con las casi setenta y dos horas que acabábamos de compartir y con muchas ganas de que el público nos pidiera "¡Otra, otra, otra!", porque cuando uno pasa días tan lindos, solo quisiera que no se terminaran nunca.
Evidencia registrada en mi celular.

Como escuchamos tantas veces decir a Coqui durante su estadía, "Dios, destino, universo... como quieras llamarle", nos juntó y supimos aprovecharlo. No creo en las coincidencias, al menos no en mi vida. Todas las personas que llegaron a mí, llegaron por algo y para algo. A veces quisiera poder tener a todas todo el tiempo, pero no es posible; la vida continúa y nos va llevando a unos a unos lugares y a otros a otros. Sin embargo, el corazón siempre me queda un poquito más grande cada vez que llega alguien nuevo, con experiencias nuevas; y aunque se vaya, hay un lugar en mi corazón que siempre le va a seguir perteneciendo.

¡Salud!





lunes, 8 de agosto de 2016

Relato de cómo seis individuos llegaron a la cima de Mount Timpanogos

Protagonistas (en órden alfabético): CoquiJoséLilaRubénTere y yo

Este verano del hemisferio norte ha estado siendo uno de mucha actividad al aire libre. Durante el verano de acá, con tanta montaña cerca, me cuesta no querer pasarme todo el día afuera; así y todo, ejerzo el autocontrol, organizo mi trabajo y mis responsabilidades, y después me dedico a que mi cuerpo reciba toda la vitamina D posible.

Coqui, el hermano de Vero, está visitando Utah. De 26 años, originario de Entre Ríos, Argentina, es profesor de educación física y Licenciado en Psicomotricidad. Como amante de las aventuras al aire libre, ha recorrido mucho de Argentina en bicicleta y hecho mucha otra cosa aventurera; durante este año, y los que siguen, va a estar recorriendo diferentes lugares de las tres Américas. Ahora que está acá, obviamente está tratando de aprovechar todo lo que puede de lo que Utah tiene para ofrecer.

Hace poco más de dos semanas, un grupo grande de gente desconocida tenía la meta común de subir a Mount Timpanogos. Cualquiera que quisiera, podía sumarse. Siendo una oportunidad genial para hacer uno de los "hikes" más famosos de esta región (15 millas o 24 kilómetros ida y vuelta), Faby y yo subimos a Coqui al auto y tratamos de dar con el punto de encuentro de este grupo para depositar allí a nuestro amigo argentino. Con la mejor de las intenciones, pero muy poca suerte, fracasamos en el intento (gran parte del fracaso tuvo su origen en un evento de Facebook muy pobremente diseñado).

Un par de días después del fracaso, durante una tarde de domingo en el parque, Tere dictaminó: "Coqui no puede irse de Utah sin subir a Timp. Vamos a tener que acompañarlo". Durante los días que siguieron, uno de los temas principales de conversación cada vez que nos veíamos las caras era la subida a Timp. Durante los últimos 5 días, fue casi lo único de lo que hablamos: cuándo hacerlo, en cuánto tiempo hacerlo, qué llevar, qué no llevar, cuánto llevar, incluso enumeramos alguno de los temas sobre los que íbamos a hablar durante el camino. Leímos bastante al respecto y comentamos las historias personales o ajenas sobre la subida; una de mis preferidas es la historia de una de nuestras protagonistas, a quien se le cayeron las uñas de los pies por causa de la larga y ardua caminata (los curiosos pueden contactarme por privado para obtener más información al respecto).

Finalmente, pusimos fecha para subir el 4 de agosto. Esta es la historia de cómo sucedió.

El grupo casi completo (a José lo encontramos en la base del Timpooneke
Trail) momentos antes de salir hacia la montaña.





El jueves 4 de agosto a las 9:30 de la noche, cargados con mochilas pesadas (aunque nadie pesó la suya, yo diría que llevábamos un promedio de 9 kilos [20 libras] por persona) e iluminados con "headlamps" (linternas de cabeza), dimos los primeros pasos en el sendero angosto hacia la cima. Muchísima gente sale a la noche, aunque mucho más tarde, para llegar a la cúspide al amanecer. Nuestro plan era ir sin horarios e ir viendo sobre la marcha. Caminamos casi cuatro horas en busca de "la pradera", donde íbamos a parar para dormir algunas horas. El camino hasta la pradera lo hicimos prácticamente sin descanso y maldiciendo cada tanto las mochilas (algunos más que otros).






Tere (con esta misma cara
buscaba la navaja)
Después de unas horas caminando, Rubén, que iba liderando la excursión en ese momento, paró y dijo: "Ahí hay algo que se mueve. ¿Le ven los ojos?". Todos nos detuvimos, y empezamos a retroceder lentamente. Yo, con la valentía que me caracteriza en estos casos, me escudé tras Coqui, que además tenía una navaja en la mano. Apagamos las linternas e hicimos un voto de silencio por unos breves minutos. Lamentablemente, no todos lo respetamos por igual. Tal como la persona que en el clímax de la película de suspenso se pone a abrir un caramelo que parece haber venido con una combinación de 18 números que el interesado desconoce, Tere, en medio del silencio, se puso a buscar la navaja que Rubén había escondido súper bien en su mochila. Así, bien preparado para un caso urgente.



Por bendición, el tigre esperó a que Tere diera con el cuchillín para que la lucha no fuera (tan) desigual. "Está viniendo hacia nosotros", dijo Coqui. Miedo. Grito mental. No es un tigre, es un oso. Impotencia. Correr no nos va a servir de nada. Con la vista fija en el grupo, la pantera empezó a moverse hacia la izquierda. ¿Quién @!*?¿@!* nos manda venir acá?! El animal se sigue moviendo. Nos mira. Esfuerzo por controlar esfínteres. Es un alce. Capaz que sobrevivimos. Rubén empezó a animarse a prender intermitentemente la linterna. Quizá así el antílope se confunda y salga corriendo, ya que somos seis contra uno. La hiperventilación comenzó a disminuir. Capaz que es un perro. Prendemos las linternas. El recién revelado e indefenso ciervo nos mira con cara de: "¡Uh, loco! ¡Me dejan pastar tranquilo un rato!?". Cero fatalities. Continuamos la caminata.

Antes y después de esta experiencia, hubo muchos momentos de silencio como método natural para ahorrar la energía y el oxígeno que nos permitían avanzar. Esto, por supuesto, hasta que Coqui ingirió una banana poderosa que le provocó la verborragia que nos salvó del aburrimiento y el cansancio, y que nos entretuvo el tiempo suficiente para olvidar la pradera que no aparecía más. Cerca de la una de la madrugada, llegamos a nuestra tierra prometida: el hotel "mil estrellas" (© 2016 Coqui Wallingre) donde tiramos nuestras bolsas de dormir. Cada tanto, pasaba algún caminante o grupo de caminantes, algunos acompañados por perros, y uno que otro callando al resto de su grupo con un "Shhh" cuando descubría que había un grupo descansando.

Primeras luces a eso de las seis de la mañana.


Con los primeros vestigios de luz en el cielo, nos despertamos (la mayoría).

 
Coqui practicando golf con el selfie palito
 y Lila la remolona.
Lila, inmutable.

Cada parte de la caminata tuvo su encanto, pero qué grandioso descubrir las montañas a nuestro alrededor, los árboles, las flores y los colores, una cabra montés pastando a lo lejos, la inmensidad y majestuosidad del lugar donde unas horas antes veíamos poco más que millares de estrellas.



José metidando en la noche de frío intenso que acababa de pasar.

Rubén tirando facha.
Lila seguía sin dar la cara.




Pinos parecidos a los que nos sirvieron de baño natural.

En medio de la naturaleza y gracias a un milagroso y barato invento de hombre, preparamos unos amarguitos para empezar la jornada. 


El amarillito nunca falla.
Aquelarre.

Tranquilos y sin nadie que nos apurara, retomamos la subida a las 8:30 de la mañana, esta vez con luz y un claro panorama de lo que teníamos por delante y a los costados. 










Unas horas después, con breves paradas en el medio para disfrutar como se debe de la vista, llegamos a "The Saddle", el último descanso natural antes del tramo más desafiante, física y mentalmente, que lleva a la cima. Ahí tomamos un buen descanso, comimos algo, nos hidratamos, tomamos unos segundos mates, algunos hicieron FaceTime con su familia en México (no me pregunten cómo es que hay señal allá arriba, pero la hay) y hasta disfrutamos de la hermosa escena de unas cabras de montaña cuyo paso fue torpemente interrumpido por bípedos humanos desesperados por sacarles fotos. 






El último tramo de subida es más peligrosito, con precipicios por doquier y con poca roca de la que sujetarse a medida que vas subiendo/trepando. La llegada a la cima es increíble. No hay mucho lugar para moverse, pero hay lugar de sobra para el asombro, para el agradecimiento por una creación tan maravillosa, para la profunda gratitud por un cuerpo que te pueda llevar hasta arriba, más allá de cuánto demores en llegar. Algún que otro integrante del grupo hasta se echó una siestita.

Coqui siesteando.



Tutti insieme.







La bajada fue, en mi opinión, magnificente. A pesar del cansancio y de las varias horas que nos quedaban de descenso, el descubrir nuevas vistas por la perspectiva diferente, te llenaba el corazón de felicidad. El saber que acabábamos de "conquistar" Timpanogos, nos hacía sentir que podemos hacer cualquier cosa. No es que de repente me crea que subimos el Everest, ni que luchamos con cocodrilos, ni que domamos un unicornio salvaje. No es eso. Es el logro de haber hecho algo difícil, pero que valía la pena; el haber vencido el cansancio, el habernos repuesto al agotamiento de llevar, cada uno, un muerto en la espalda. Es el testimonio renovado de que con la compañía de amigos, de gente querida, de buena charla, de buen sentido del humor, de una oración en el corazón, de la confianza en un Ser más grande que cada uno por separado y también que todos juntos, todo en esta vida se puede. Todo.

La bajada fue larga, con un descanso de 10 minutos y alguna que otra interrupción de gente sorprendida por el acento argentino del integrante entrerriano del grupo. La bajada estuvo colmada de tobillos que se torcían una y otra vez, choques contra las rocas que parecía que nos iban a imputar los diez dedos de los pies, alguna nariz sangrante, rodillas que pedían a gritos que llegáramos a la base o iban a explotar, cachetes rojos por el sol y el entusiasmo de la meta cumplida, y una urgencia descomunal por llegar al auto que nos llevaría (casi) directo a la cama. Pero llegamos.

Base.

De José nos despedimos en la base; a Coqui lo tiramos por Wymount, previa pasada por un "drive-thru" que le proporcionara las múltiples hamburguesas que su cuerpo requería; a Lila la dejamos en casa para que continuara la siesta que empezó a los dos minutos de subida al auto; Tere, Rubén y yo nos premiamos con Café Río y horchata, y después hicimos taza-taza. Yo fui la última en depositarme en mi morada una vez repartidos los cuatro paquetes que llevaba en el auto. Me bañé y antes de que nos quedáramos sin luz afuera, ya estaba charlando con Morfeo.

Para los que conocen Timpanogos, googléenlo, porque yo no estoy como para ponerme a ver cuál es el mejor sitio web. :)