martes, 13 de septiembre de 2016

Dios, destino, universo... como quieras llamarle

La estadía de Coqui en Provo dio para bastante y nos dejó con ganas de mucho más. Agosto fue un mes intenso, y digno de recordarse y guardarse en los registros. Desde que era chiquita, agosto fue un mes mágico para mí; siempre me pareció especial porque era el mes de mi cumpleaños. Aunque hayan pasado muchísimos años ya desde mi pequeñez, agosto sigue teniendo un no sé qué que me hace feliz. Durante agosto me parece que todo es posible. Este superó mis expectativas y me dejó regalitos que voy a guardar para siempre entre mis recuerdos más preciados.

Casi cualquier excusa es válida para viajar y organizar aventuras, así que faltando poco para que Coqui se nos volviera a Sudamérica y teniendo un primo de Tere y Rubén para traer a Utah desde peccatum civitas (mejor conocida como Las Vegas), nos dispusimos a planear.

Fue así que el 19 de agosto partimos con rumbo al sur de Utah. El estrés de días anteriores y las trasnochadas con los que cargábamos los cuatro por diferentes razones, no nos permitieron arrancar tan temprano como queríamos originalmente, pero allá salimos: media mañana, sol radiante, mates, buena música y mejor charla. Durante el camino fuimos haciendo planes para el día que corría y para el siguiente.




Llegamos a St. George como a las tres de la tarde y paramos a almorzar. Nos sentamos, jugamos al ta-te-ti y al ahorcado mientras esperábamos la comida, y empezamos a tratar de decidir qué íbamos a hacer después. La promesa de "bottom-less fries" (canilla libre de papas fritas) parecía una idea genial cuando llegamos y terminó siendo un grave error cuando partimos. Al cansancio que traíamos se le sumó un aletargamiento irremontable que cambió todos los planes de aprovechar viernes y sábado al máximo para meter al menos dos "hikes" grandes en Zion's. Otro día aprovechamos el día: hoy relajémonos y hagamos la digestión tranquilos, fue la decisión unánime.

Manejamos como media hora más hasta llegar al lago de Sand Hollow, donde nos quedamos hasta la mañana siguiente. Si lo hubiéramos planeado con más tiempo, no nos podría haber salido mejor. Con el resto de la tarde y la noche a nuestra entera y "cero-estrés" disposición, hicimos una parada en unos baños, nos pusimos atuendo apropiado para el agua, y nos buscamos un lugarcito junto al lago para disfrutar. Arena colorada y suavecita, agua cristalina de temperatura ideal, brisa tranquila y espacio suficiente para "hacer la nuestra" sin molestar a nadie ni nadie que nos molestara, nubes oscuras que prometían lluvia pero que no se animaron a aguarnos la fiesta... No podríamos haber pedido situación más ideal. Así, sin necesidad de preámbulos, al agua pato.










Algunos ratos después, rayos y truenos mediante, amenazados con morir electrocutados en el agua, salimos a poner la caldera/pava/tetera al fuegüito que los chicos tan inteligentemente habían ubicado bajo una mesita que conseguimos. Las lluvia no se animó a mojarnos y únicamente nos rodeó de lejos; las nubes que quedaron, se acomodaron estratégicamente para regalarnos un atardecer de película. Unos se perdieron para ir a retratar el momento, otros hicieron FaceTime con los seres queridos en tierras lejanas y algunos leyeron hasta que las pupilas terminaron vencidas por la oscuridad. La noche se unió a la velada.












Un lindo fueguito a un costado. Más agua calentándose para nuestra cena de lujo (sopitas Maruchan). Más y más charla... vaya uno a saber sobre qué. Me he dado cuenta de que cuando cuatro almas congenian, la falta de esfuerzo para charlar hace que uno se olvide de qué temas se tocaron. De lo que sí no me olvido es de la lección de ciencia de la noche: ¿sabían que, si ponen una botella de plástico con agua en el fuego, la botella no se derrite? Whaaaaaat? Sí, chicos. No se derrite. Gracias, Coqui.





Después de colocar un par de nuestras linternas para la cabeza en una posición estratégica para ahuyentar bichos, los bichos nos dejaron en paz. Y entonces empezaron a molestar nuestros vecinos. Grupo como de quince personas: adultos y niños; un trailer grande y algunas camionetas, cuatriciclos y motos de agua. Cayó la noche y se les despertó el animal musical. Literalmente, el animal. La música era de este tipo, a volumen de boliche/discoteca/antro: SOAD (escuchar a partir de 0:30 para una mejor representación de la situación). O sea, ellos escuchando esto y nosotros tratando de ser uno (bah, cuatro) con la naturaleza. Cuando la música no paraba, pero el horario de silencio y respeto a su vecino ya había empezado, Tere y Rubén demostraron ser los que llevaban los pantalones y les fueron a pedir a los amigos que bajaran un poquito la música. Mientras, Coqui y yo los esperamos escondidos abajo de la mesa, con todas las luces apagadas y aguantando la respiración.

Ya más tranquilos, tiramos los aislantes por ahí y nos hicimos una linda alfombrita para jugar a las cartas. El Chancho y Manotazo fueron las vedettes de la noche. Decir que nos matamos de la risa es poco. (El día que yo sea presidenta de alguno de mis países, voy a declarar el Chancho como el juego de cartas nacional; el día que trabaje para la UNESCO, voy a declarar las cartas para el Chancho como patrimonio cultural universal; y, ya que estamos, el día que sea Ministra de Educación de algún país, voy a dictaminar que, en vez de clases de Educación Física, haya clases de Chancho y Manotazo, y seguro que un día llegamos a las Olimpíadas, porque si el ping-pong puede participar, ¿por qué no el Chancho?). Pocos juegos me producen tanta felicidad. Nos tomamos tan en serio estos juegos que Tere terminó con una lesión de dedo medio tras la colisión de manos. Pasada la medianoche, dimos por terminada la jornada y dormimos bajo las estrellas, y esta vez sin frío, así que: maravilloso.

Con los primeros vestigios de luz, Tere le cantó las mañanitas a Rubén, que cumplía años, yo le mandé un feliz cumpleaños mientras me cambiaba de posición y Coqui salió a disparar algunas fotos para después volver al sobre. Amanecimos de nuevo como a las ocho y media de la mañana.
El desparramo pernoctador.

Coqui hizo rancho aparte.


Rubén meditando en su cumpleaños.

Super tranquis desayunamos, levantamos nuestras cositas y partimos, ahora sí, hacia Zion National Park. Nuestro plan para el día: Angels Landing.

Llegamos a Zion y empezamos a andar el camino que nos llevaría hasta el principio del "hike". Desde la entrada, teníamos que ir derechito hacia el norte. Como no podía ser de otra manera, con el sentido de la orientación que nos caracteriza, no quiero decir a todos, pero sí a muchos latinoamericanos, nos desviamos una hora hacia el oeste, hasta que llegamos a una de las salidas del parque nacional, donde se conecta con la ruta a otro. A pesar de la demora, el desvío no fue en vano. Disfrutamos de esas rocas gigantescas y maravillosas que parecen cortadas por gigantes y te hacen dar exclamaciones de asombro cada pocos segundos. A pedido de Coqui, durante el camino entre montañas, fuimos escuchando "Sh-boom", de la banda sonora de Cars, porque el paisaje se parece al de la película (¿el arte imita a la realidad o la realidad imita al arte?). En nuestro "detour", pasamos también por un túnel de una milla de largo, cavado en el corazón de las montaña. Con la madurez que se apodera de cualquier persona en dicha situación, sacamos la cabeza por la ventana en varias ocasiones para poner a prueba el eco del túnel con diversos tipos de inteligentísimos sonidos.

Después de pegar la vuelta, como también se nos ha hecho costumbre, nos paró la policía. Esta vez fue culpa de una cáscara de banana que no soportó el encierro del auto y fue a parar al costado del camino, justo cuando los guardabosques venían detrás de nosotros, inocentes visitantes que se habían metido por donde no podían transitar. Milagrosamente, nos salimos de la multa de $250 dólares por tirar basura (aunque sea orgánica) en un parque nacional con la condición de que la mano tiradora de la cáscara fuera también la mano recogedora. Dimos con la ropita amarilla de la banana y retomamos viaje.

El infractor volvió a entrar al auto, y salimos a buscar lugar para estacionar; encontramos uno al costado del camino y caminamos hacia el ómnibus/colectivo/micro/camión/(auto)bús que nos llevaría hasta el comienzo del "hike". A la una y media de la tarde, hora ideal (?) para subir una montaña sin sombra al sur de Utah, donde no hay menos de 35ºC a esa hora, y con suficiente agua tibia como para morir deshidratados, emprendimos la subida.

Sin palabras.






Llegamos al último descanso y, habiendo sido alertados por este alentador cartelito:

"¡Advertencia! Las caídas de estos
precipicios han terminado en muerte".

hicimos de tripas corazón, y nos largamos a subir. Trepando con la ayuda de cadenas, nos sentíamos seres salidos de la mitología griega, porque hubiéramos jurado que de repente éramos mitad hombre/mujer, mitad cabra. Las vistas y la experiencia: impagables. Llegar a la cima es algo increíble. No solo por el logro, sino porque tan arriba no podés evitar sentirte chiquito, rodeado de tanta majestuosidad y tanta belleza.

Foto desde el último descanso antes de la parte más emocionante del "hike". La cima de esa rocota/montañita
 que se ve es Angels Landing. La subida va marcada por cadenas para que la gente no se caiga.

Cadenitas

Coqui subiendo ayudado por las cadenas

Cerquita de la cima.


Un descansito nunca viene mal.
Y llegamos los cuatro; ninguno se cayó.



 





Una ardillita que come en lugares y alturas extremos.


Tere, nuestra geógrafa, poniendo a prueba la gravedad y olvidándose
por un momento que no es inmortal y que si se cae, chau.


Disfrutamos de haber llegado y de la vista como una media hora y luego comenzamos a desandar todo lo andado. A veces resulta desafiante para las rodillas bajar, pero la felicidad que sentís por haberlo logrado, supera ampliamente cualquier otra cosa.










Llegamos abajo entre las seis y seis y media de la tarde. Bastante mugrientitos, pero felices. Yo además de feliz, terminé picada por una avispa maldita que  se le dio por atacarme la pierna izquierda tres minutos antes de llegar al final. Pero no me restó felicidad.






Tere, llegada.


El sabor de la victoria.
Realizados por la última hazaña, partimos de Zion, con Adele, Maná y Los Auténticos Decadentes como bandas sonora de nuestra victoria sobre la montaña. Cantamos (algunos corriendo riesgo de que le estallaran las cuerdas vocales) y disfrutamos mientras Rubén nos llevaba hacia el atardecer. Si algo recuerdo de esas últimas horas de sol en el auto es pensar: "Podría quedarme a vivir para siempre en este momento". Esta vida a veces nos sopapea, se nos ríe en la cara, nos hace llorar amargamente o  nos frustra sobremanera, pero hay momentos en los que "perfección" es el único sinónimo que tiene.






Cuando ya no quedaba ni un solo rastro de sol, llegamos a Las Vegas, compramos Café Río y nos fuimos al hotel a comer, acicalarnos y juntar fuerzas para volver a salir e introducirnos en un mundo menos santo del que veníamos. Diez y  media de la noche nuestros cuerpitos solo querían dormir, pero allá fuimos. Vimos aguas danzantes, luces, multitudes e imitaciones de la realidad por todas partes. Caminamos por el mundo esforzándonos por no ser del mundo.
Cuando Coqui se hizo millonario ($5.31 dólares)






Al otro día, domingo, mientras Coqui caminaba por el asfalto ardiente por unas horas, los otros tres fuimos a una casa de oración, comimos chilaquiles caseros y deliciosos, cargamos el auto con las cosas de Rober (la excusa de nuestro viaje) y temimos por el futuro de nuestra vida durante las seis horas de viaje que nos esperaban. Recogimos a Coqui y nos hicimos a la ruta.






A pesar del apretujamiento, fueron seis horas de gloriosas charlas en las que el mate no escaseó. Como ya es costumbre, nos turnamos para responder las 37 preguntas del New York Times, con la diferencia de que, por primera vez, ¡las terminamos! Bueno, casi; pero cubrimos todo lo que se podía cubrir cuando las preguntas se responden entre cinco, en vez de dos. También exploramos nuestro ser respondiendo a preguntas del tipo "Would you rather...?", como: ¿Preferirías quedarte ciego o quedarte sordo? ¿Preferirías no poder dejar de bailar o no poder dejar de cantar? ¿Preferirías ser pobre con muchos amigos o ser rico y no tener amigos? ¿Preferirías comer tu comida favorita por el resto de tus días o comer cada día una cosa diferente si poder repetir ninguna? Preguntas profundas y difíciles de responder.

Entre respuesta y respuesta, reflexiones profundas y risas, nos bajamos de la I-15 cerca de las once de la noche, satisfechos con las casi setenta y dos horas que acabábamos de compartir y con muchas ganas de que el público nos pidiera "¡Otra, otra, otra!", porque cuando uno pasa días tan lindos, solo quisiera que no se terminaran nunca.
Evidencia registrada en mi celular.

Como escuchamos tantas veces decir a Coqui durante su estadía, "Dios, destino, universo... como quieras llamarle", nos juntó y supimos aprovecharlo. No creo en las coincidencias, al menos no en mi vida. Todas las personas que llegaron a mí, llegaron por algo y para algo. A veces quisiera poder tener a todas todo el tiempo, pero no es posible; la vida continúa y nos va llevando a unos a unos lugares y a otros a otros. Sin embargo, el corazón siempre me queda un poquito más grande cada vez que llega alguien nuevo, con experiencias nuevas; y aunque se vaya, hay un lugar en mi corazón que siempre le va a seguir perteneciendo.

¡Salud!





1 comentario:

  1. Excelente post! Bere, va una loa de rodillas a tu bien desarrollado talento para escribir. Las fotos son fantásticas! En un momento pensé: ojalá hubiera estado Bere conmigo cuando subí al Arthur s Seat en Edimburgo!

    ResponderEliminar